MI PRIMERA VEZ EN EL BAP ALMIRANTE GRAU, UN BUQUE DE GUERRA INCREIBLE
Qué tal, amigos. Aquí estoy otra vez, compartiendo con ustedes esta
segunda parte de mis aventuras en el BAP Almirante Grau. Y la verdad… no sé si
lo que voy a contar hoy trae alguna enseñanza o reflexión —quizá sí, quizá no—
pero lo que sí me queda claro es que me trae mucha alegría. Alegría de poder
compartir estas historias, estas experiencias que viví a mis 17 años y que
hasta hoy siguen marcadas en mi memoria.
Aprender a no tener
miedo
Una de las primeras cosas que aprendí en la Marina fue algo muy valioso: a
no tener miedo al mañana. No se trata de ser valiente como en las películas,
sino de hacer las cosas aunque el miedo esté presente. Si la situación era
complicada, pues igual tenía que hacerlo… y hacerlo lo mejor posible, incluso
si me equivocaba.
Claro, también aprendí lo que significa obedecer una orden. Eso te lanza
a hacer cosas sin pensarlo mucho, solo zas, actúas y aprendes. ¿La
contra? A veces no tienes voz propia. Pero, ¡ojo! Muchas veces nuestra propia
voz es la que más nos sabotea. Porque el miedo habla fuerte. Y paraliza. Pero
ahí estás tú, obligado a lanzarte, y eso… también es libertad.
El primer reto:
subir al barco
Después de salir de la escuela de reclutas de la Segunda Zona Naval, me
asignaron al BAP Almirante Grau. Ya era parte de la tripulación, con todas
sus letras. Y ahí vino mi primer reto real: subir al barco.
(Spoiler no está anclado a un muelle, como muchos piensan) El Grau solía
estar encallado mar adentro. Así que uno tenía que llegar al muelle, tomar una
lancha, y recién ahí acercarse al buque.
Y créanme subirse al barco con el mar movido es todo un arte. Uno
debía lanzarse (sí, lanzarse) desde la lancha hacia una cuerda, aferrarse con
fuerza y de ahí trepar una escalera hasta el portalón. Nada glamoroso. Y
claro, el miedo no era tanto a caerse y ahogarse… era al bochorno de
caer al mar y ser el hazmerreír de la tripulación.
Pero bueno, nunca me caí al mar (¡Gracias a Dios!), y con el
tiempo, uno se acostumbra. O se resigna. Lo importante es que lo logré.
¡Comida como en los
sueños!
Otra gran sorpresa fue la comida a bordo. Yo venía de pasar hambre
en la Escuela de Reclutas en la isla San Lorenzo, donde nos daban lo justo y
necesario (y a veces ni eso). Así que, cuando llegué al Grau y vi ese
buffet tipo hotel de 5 estrellas, creí que había muerto y llegado al cielo
naval.
Pero claro, uno era nuevo, así que tocaba pasar con humildad. Yo con mi
charolita en mano, bien paradito como me enseñaron. Me acerqué al buffet y el
cocinero, que me miraba de reojo, me lanzó una frase inolvidable:
—“¿Qué espera, marinero? ¿Que le den en la boca? Sírvase. Pero
sírvase solo lo que va a comer. No se vaya a enfermar.”
¡Yo estaba en un sueño, no me despierten! Me serví hasta donde mi
charola aguantaba y fui a sentarme más feliz que perro con dos colas.
Pero, otra vez, el mar tenía sus reglas.
Comer con
balanceo
Comer en un barco en movimiento no es cualquier cosa. Primero, el mareo.
El balanceo constante me tenía medio náuseas los primeros días. Y luego, la
logística: había que sujetar la bandeja con una mano mientras comías
con la otra, porque si no… ¡se iba volando hasta la otra esquina de la mesa!
Ese primer almuerzo fue un desastre: sopa derramada, refresco
desparramado, y yo hecho un lío. Pero ahí estaba, en el Grau, aprendiendo a
comer con el mar de fondo.
Dormir...
o intentarlo
La hora de dormir tampoco era sencilla. Nada de camas normales.
Dormíamos en cenefas, una especie de hamacas metálicas pegadas a las
paredes, que se bajaban para dormir.
Y otra vez, el bendito balanceo.
A eso súmale los chirridos de puertas mal cerradas, golpes de casilleros
vacíos, sonidos que hacían parecer que estabas en una película de terror. Y si
llovía —porque sí, en alta mar llueve aunque en la costa esté seco—, la cosa se
ponía más interesante.
Los primeros días no podía dormir. Luego, me acostumbré. Al punto
que cuando ya no sonaban esas puertas, no podía conciliar el sueño. Me
arrullaban.
Orgullo
y camaradería
Una de las cosas más bonitas que viví fue la camaradería a bordo.
Claro, había jerarquías y se respetaban los grados, pero también había un
compañerismo sincero. Por el simple hecho de ser parte de la tripulación del
Grau, ya se generaba un lazo, un orgullo compartido.
Y es que no cualquiera llega al buque insignia de la Armada Peruana. A
mí me tocó. Lo logré. Y aunque llegué sin muchos recursos, sin saber
exactamente qué haría con mi vida, me propuse algo desde el inicio:
“Hagas lo que hagas, hazlo lo mejor posible. Sé el mejor en lo que te
toque hoy.”
No importa si estás vendiendo sándwiches en una esquina, barriendo
calles, empezando como nuevo en una oficina o estrenándote como jefe: da lo
mejor de ti. Eso te eleva. Eso honra tu vida.
Cuando ingresé a la Marina, lo hice con la esperanza de aprender algo.
Pensé que, si me iba bien, podría terminar de vigilante o guardaespaldas. Pero
al vestirme de marinero, me lo tomé en serio. Y lo hice bien. Terminé la
escuela con honores. Y por eso me mandaron al Almirante Grau.
Lo que
viene…
Más adelante quiero contarles la primera vez que zarpamos. Las
festividades dentro del barco. Las operaciones combinadas con marinas de otros
países: China, EE.UU., entre otros. Y no, no les voy a contar sobre las
técnicas navales. Lo que quiero compartir son las experiencias humanas,
los lazos, las anécdotas con otros hermanos de armas de distintas naciones.
Pero eso será en la siguiente entrega.
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