LA RELIGIÓN Y YO


Mi primera experiencia con la religión fue a los 18 o 19 años.
En ese tiempo yo ya cargaba demasiadas cosas encima: heridas viejas, situaciones complicadas, momentos vergonzosos y duros que marcaron mi adolescencia. Me sentía como si llevara sobre la espalda una mochila donde, año tras año, alguien iba echando piedras. Y llegó un punto en que esa carga era casi imposible de seguir llevando.

Me sentía deprimido, con la autoestima destruida. Creía que no valía nada, que yo no tenía propósito. Como joven, tenía una mezcla de emociones: inseguridades propias de la edad, más las heridas que la vida me había dejado. Era un cóctel peligroso: tristeza, depresión, preguntas sin respuesta y un cansancio que no me dejaba en paz.


En medio de eso, aparecieron dos personas muy importantes para mí: mi primo Cristian, a quien extraño mucho porque hoy ya está en el cielo, y mi hermano Marco, que gracias a Dios todavía me acompaña. Ambos asistían a una iglesia en el centro de Lima que se llamaba “Campeones para Cristo”. Era un lugar distinto, diseñado para adolescentes y jóvenes, con líderes también jóvenes que lograban conectar con nosotros de una manera fresca y cercana.

Allí la música era diferente. No era lo que uno escuchaba en las iglesias tradicionales. Estamos hablando de finales de los 90, entre el 96 y el 98: rock, rap, hip hop, hasta un “rock and roll celestial”. Para mí, era la primera vez que veía algo así en Lima.


Cristian y Marco me invitaban siempre, pero yo, rebelde como era, les decía que no. Hasta que un día, con esa mochila que ya me resultaba insoportable, acepté. Creo que era un domingo de agosto de 1998.

El lugar era como un garaje, algo underground, parecido a “El Averno” del jirón Quilca donde alguna vez vi tocar a bandas de rock nacional. Oscuro, con bancas improvisadas. Yo llegué y me senté en la última fila, bien pegado a la puerta, con actitud de “apenas termine esto, me largo”.

Pero no me fui.

Apenas empezó la música, con Rubén Sánchez cantando con su guitarra acústica, una batería sencilla —creo que era Julio Estabridis quien la tocaba— y todo ese sonido básico pero cargado de vida, algo se quebró dentro de mí. Bajé la cabeza y me puse a llorar. No era una lágrima, era un río.

Ese día lloré todo lo que no había llorado en años. Cada lágrima que caía era como soltar unos gramos de esa mochila cargada de recuerdos, culpas y heridas. Era como abrir la mochila y empezar a sacar uno por uno los trapos viejos, los momentos oscuros, las frustraciones que me pesaban.

No recuerdo mucho del sermón del pastor Claudio, que era quien predicaba esa mañana. Estaba demasiado concentrado en ese desahogo. Pero hubo una frase que sí se grabó en mi corazón, y nunca más la olvidé:

> “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”
(Mateo 11:28)

Cuando escuché eso, sentí que hablaban directamente conmigo. El pastor invitó a ponerse de pie a quienes estaban cansados y necesitaban descanso. Yo me levanté. Y luego pidió que diésemos un paso al frente. Caminé con todo y mi dolor, dejando atrás mi vieja mochila, y avancé hasta el altar.

Alguien puso su mano sobre mí y oró. Y en ese momento sentí algo difícil de explicar: como si me hubieran consolado. Como si el peso se soltara. No desaparecieron mágicamente todos mis problemas, ni mis heridas quedaron sanadas de un día para otro. Al día siguiente la vida seguía siendo la misma. Pero yo estaba diferente: con la mochila vacía, con fuerzas nuevas para continuar.

Ese fue mi primer encuentro con lo que llamamos religión. Pero con los años entendí que la religión, como institución, tiene sus fallas, sus límites. Lo realmente transformador fue haberme encontrado con Dios.

En ese lugar conocí a grandes amigos. Algunos, como mi primo Cristian, ya partieron y ahora están en la presencia de Dios. Otros siguen aquí, y todavía nos acompañamos en la vida. Ellos forman parte de mi historia, de mi fe y de mi camino.


Hoy, muchos años después, puedo decir algo con certeza: Dios no está encerrado en una iglesia ni pertenece a una religión. Él está en todo lugar. Está en el campo, en la ciudad, en la sonrisa de un niño y en las lágrimas de un anciano. Está en el abrazo de un amigo, en la mano que se tiende para ayudar, en la multitud y en tu soledad.

Si hoy estás cargando con una mochila pesada, llena de culpas, miedos o heridas, quiero dejarte el mismo regalo que yo recibí aquel día de 1998:

 “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”

Porque siempre hay un descanso, siempre hay una nueva oportunidad, y siempre hay un Dios dispuesto a vaciar tu mochila.



Comentarios

  1. Es una conmovedora historia que del recuerdo llegas a resaltar al que quitó tus cargas, como también lo hizo alguna vez conmigo en la misma iglesia, sencillamente buenazo.

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