LAS PROMESAS SE PRUEBAN EN EL FUEGO

 


Cuando uno se casa, pronuncia palabras solemnes frente a los ojos de su ser amado. Lo recuerdo perfectamente. Ella estaba frente a mí, con los ojos brillantes, nerviosa, hermosa. Yo, con la garganta seca, el corazón latiendo a mil por hora, tomé su mano y prometí: “En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en lo bueno y en lo malo, todos los días de mi vida.”

En ese momento, te lo confieso, uno siente que lo dice desde lo más profundo del alma. Y es cierto. Pero lo que nadie te dice es que es muy fácil amar en los días soleados. Es fácil sostener la mano del otro cuando estás caminando por una playa, cuando ríen juntos, cuando celebran logros, cuando se dan regalos, cuando la cuenta del banco está llena, cuando la salud parece eterna.

Pero la verdadera prueba —la que marca quién eres, la que revela qué significa realmente ese “para siempre”— llega en la tormenta.

Esta semana mi esposa tuvo que ser operada de emergencia. En realidad, todo fue tan rápido que apenas pude asimilarlo, en cuestión de días ya estaba siendo intervenida. Todo salió bien, gracias a Dios, pero eso no significa que fuera fácil. La clínica, las esperas interminables, el frío de las sillas en la sala de espera, los olores a desinfectante, las noches sin dormir, el miedo. Sobre todo el miedo. Ese que se te mete en el pecho y no te suelta, que te susurra al oído las peores posibilidades, que te obliga a orar con una fe renovada porque sabes que no puedes con esto solo.

Recuerdo una noche en particular, la primera después de la operación. Ella no podía levantarse de la cama. Yo estaba ayudándola a ir al baño, sosteniéndola para que no perdiera el equilibrio. Ella, tan orgullosa siempre, me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:

—Perdóname por ponerte en esta situación.

Y yo la miré, me agaché a su altura, le tomé el rostro entre las manos y le susurré:

—No me estás poniendo en nada. Aquí estoy porque quiero, porque lo prometí, porque eres tú.

En ese instante entendí algo profundo, “El amor verdadero no se mide en lo que recibes, sino en lo que das cuando el otro no puede darte nada a cambio”. El amor es cargar a cuestas la cruz del otro cuando ya ni fuerzas tiene para sostenerla solo. Es preparar un té caliente a las tres de la madrugada. Es calmar el llanto del miedo. Es dormir encorvado y atento en un sillón. Es estar ahí, simplemente estar.

Sé que muchos leen esto y pueden estar pasando por algo similar. Quizás un diagnóstico, quizás problemas económicos, quizás depresiones profundas que sacuden los cimientos del hogar. Si tienes a alguien a tu lado que se queda, que te acompaña, que te levanta aunque tú no puedas ni mirarte al espejo, cuídalo. Esa persona vale oro.

Y si, por otro lado, el que juró estar contigo decide marcharse en medio de la tormenta, no te derrumbes. Te lo digo con el corazón en la mano, esa persona no estaba hecha para caminar contigo en el camino largo. Hay ausencias que duelen, pero que también liberan. Es mejor caminar solo que arrastrar a alguien que no quiere estar.

Hoy, mientras escribo estas líneas, mi esposa duerme tranquila en la habitación de nuestra casa. Me detengo un segundo a mirarla. La admiro, la amo, la respeto más que nunca. Porque ahora sé, con absoluta certeza, que las promesas que hicimos aquel día en el altar no eran solo palabras bonitas. Eran un compromiso real, uno que se prueba, no en los días de sol, sino en las noches de tormenta.

La enseñanza que me queda es clara: El verdadero amor no se trata de compartir los días fáciles, sino de resistir juntos los días difíciles. Es allí, en el fuego, donde se templa el acero del compromiso. Es allí donde el “para siempre” deja de ser una idea romántica y se convierte en una elección diaria, a veces dolorosa, a veces agotadora, pero siempre poderosa.

Así que, a ti que lees esto: aférrate con fe, con paciencia. Las tormentas pasan. Y cuando lo hagan, descubrirás que tu amor, ese que sobrevivió, brillará más fuerte y más puro que nunca.


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