SOY ESPECIALISTA EN HACER EL RIDÍCULO


Había una vez un hombre que descubrió, a fuerza de la vida, que el amor por los hijos es una invitación constante a dejar atrás la dignidad... y abrazar la ridiculez con orgullo.

Lo entendí por primera vez una noche cualquiera, cuando me probaba un disfraz morado de felpa que olía a guardado y nostalgia. Era Barney, sí, ese dinosaurio que cantaba que nos amaba y que todos éramos especiales. Me movía torpemente frente al espejo del comedor, tratando de imitar los gestos que había estudiado horas antes en un video de YouTube. Me lo tomaba en serio. Porque mi hijo Jairo cumpliría cuatro años al día siguiente, y él quería a Barney. No uno cualquiera. Quería al verdadero. Y aunque contratar uno profesional era demasiado caro, alquilar un disfraz en el centro de Lima por treinta soles era algo que sí podía hacer.

Mientras repetía la frase "Te quiero yo, y tú a mí..." en voz baja, la puerta de su cuarto se abrió y lo vi parado, pequeño, con los ojos aún medio dormidos. Se quedó quieto. Me observó. Yo, con la cola de Barney temblando, no supe qué decir. Hasta que soltó una carcajada y dijo:

—¡Papá, eres Barney!

—Solo por mañana, hijito —respondí.

Esa noche volvió a dormirse con una sonrisa, y yo me quedé allí, en silencio, con el corazón apretado y una lágrima rebelde que no pidió permiso.

Fue entonces, en esos años, que la vida me había dejado solo con mis dos hijos, Jairo y Maty. No había más. Ni red de apoyo, ni madre que los acompañara a sus eventos escolares, ni siquiera alguien que hiciera de relevo en las noches de fiebre o en las madrugadas de miedo. Solo yo. Y en medio de esa soledad, entendí que el primer regalo de aquel dolor fue la presencia. Aprendí a estar. Sin excusas. Sin horarios. Sin escapes.

Y en esa presencia, entendí que hacer el ridículo no era un precio a pagar, sino una forma de amar.

Recuerdo aquellas fiestas infantiles, cuando los payasos llamaban a los niños a bailar con sus mamás. Siempre decían, “¡Ahora, que pasen con sus mamitas!” Y mis hijos, tímidos, me miraban. No había mamá. Así que salía yo. Con pasos torpes y sonrisas forzadas. Yo era el papá que bailaba entre un mar de madres, riéndose de sí mismo para que sus hijos no se sintieran menos.


Después vinieron los actos del Día de la Madre. Momentos particularmente duros. Mis hijos siempre querían participar: bailes, poemas, teatrillos... Pero no tenían a quién dedicárselos. Así que lo hacían para mí. Yo estaba allí, con el corazón en la garganta, rodeado de mujeres con flores, escuchando cómo mis hijos celebraban a su madre... en la figura de su padre.

Pasaron los años y los disfraces cambiaron. Hace unas semanas, en el Festival de la Familia del colegio de Nico, nos convertimos en personajes de videojuego: yo era Mario, mi esposa se vistió de la princesa Peach, y Nico, por supuesto, era Luigi. Caminamos por la calle con la música de Mario Bros sonando a todo volumen desde mi celular. Las miradas se clavaban en nosotros: algunas reían, otras simplemente se sorprendían. Y nosotros... nosotros nos divertíamos como niños.


Y el último fin de semana, volvió a ocurrir. Hice el ridículo dos veces, y cada una con todo el amor del mundo. Primero con Santiago, que tuvo un partido de básquet. Yo no soy fan de los deportes, nunca lo fui. Pero ese día grité como loco desde la tribuna, sudando, alentando, perdiendo la voz. Vi a mi hijo meter puntos con una pasión que me contagió. Y cuando su equipo ganó, grité como si fuera la final de la NBA. Me sorprendí a mí mismo.

Ese mismo domingo, más tarde, me tocó volver al ruedo con Jairo. Ahora tiene casi 19 años, pero sigue necesitando de mí. Está estudiando fotografía y tenía que hacer una práctica en la calle. Yo, que mido apenas metro sesenta y cinco, fui su guardaespaldas por temor a que lo asaltaran. Caminé a su lado, más bajito, más nervioso, cuidando al gigante que alguna vez se asustó al verme vestido de Barney.

Y sí, fue ridículo. Ridículo verme al lado de alguien más alto que yo, pretendiendo protegerlo. Ridículo ir disfrazado, bailar en público, llorar en silencios llenos de risas. Pero también fue lo más hermoso que he hecho en mi vida.

Hoy, miro hacia atrás y veo que cada uno de esos momentos me enseñó que ser padre no es solo estar, sino estar dispuesto a soltar la vergüenza. Porque el amor de los hijos merece sacrificios, incluso los más pintorescos.

Hacer el ridículo por amor no es perder la dignidad, es vestirla de colores vivos y enseñarle a los hijos que el amor no teme al qué dirán. Que el verdadero coraje no siempre grita, a veces baila, canta, o se pone un disfraz morado por treinta soles y dice: “Te quiero yo, y tú a mí.”

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