PARCHES DE CUERO




No hay forma de olvidar esos años. Santiago tenía apenas siete u ocho años, y ya era un torbellino de energía imposible de contener. En casa le decíamos “la estrellita saltarina”, porque siempre estaba en movimiento: bailaba, corría, saltaba, reía… parecía tener un motorcito interno que nunca se apagaba.

En las fiestas familiares era el primero en moverse al ritmo de la música. En el colegio, en las actuaciones, destacaba sin siquiera intentarlo. Pero había algo que se volvió rutina: los pantalones del buzo escolar duraban menos que un chocolate en verano.

Cada dos meses, sin falta, regresaba con un nuevo agujero en la rodilla. A veces en ambos lados. Tirarse al piso, deslizarse, trepar, rodar, jugar sin tregua… era su forma de habitar el mundo. Y claro, los pantalones no estaban diseñados para seguirle el ritmo.

Una tarde, luego de revisar otro pantalón arruinado, mi suegra —con ese tono resuelto que tienen las abuelas que ya han criado generaciones— me dijo:

—No le compres otro. Yo tengo la solución. Le voy a poner un parche.

—¿Parche? —le respondí, medio escéptico—. ¿Qué parche puede aguantar a Santi?

—Confía. Vas a ver.

Siete días después, volvió con los pantalones "reparados". Pero lo que había hecho no era un simple arreglo. Había cosido en ambas rodillas unas enormes rodilleras de cuero. No cuero suave. No. Cuero rígido, grueso, como el de una bota militar. Cuando los vi, me eché a reír.

—MAMINA, esto no es un parche, es un escudo romano! —le dije entre risas—. ¿Está segura de que va a poder caminar con eso?

—Se va a adaptar —dijo—. Pero esos parches no se rompen nunca.

Y tenía razón.

Esos parches jamás se rompieron. Lavada tras lavada, se volvían más duros, más resistentes. El resto del pantalón se desgastó, se encogió, se decoloró... pero las rodilleras seguían intactas, como nuevas. Eran indestructibles. A veces bromeábamos diciendo que dentro de mil años, cuando desentierren los restos de nuestra civilización, esos parches seguirán ahí, confundiendo a los arqueólogos del futuro.

Pero con los años, me di cuenta de que esos parches no eran solo un recuerdo gracioso. Se habían convertido en una metáfora de la vida.

Porque cuántas veces, tú y yo, también hemos tenido "rodillas rotas". Cuántas veces nos hemos caído por intentar algo distinto, por atrevernos a ser nosotros mismos, por salirnos del camino seguro. Y, como Santi, necesitamos un refuerzo. Algo que nos cubra, que nos fortalezca donde más nos duele.

Hoy entiendo que todos necesitamos nuestros propios parches de cuero.

Parches para el corazón, cuando el miedo al qué dirán nos paraliza.

Parches para el alma, cuando nuestra fe flaquea en medio de las pruebas.

Parches mentales, cuando queremos pedir ese aumento, emprender ese sueño, invitar a alguien a salir, atrevernos a empezar de nuevo, o simplemente ser vulnerables.

La vida no se trata de evitar los raspones. Se trata de resistirlos con dignidad. De seguir corriendo aunque las rodillas estén cubiertas de cicatrices... o de cuero.

Y así como esos pantalones duraron porque alguien creyó que un parche fuerte podía hacer la diferencia, tú y yo también podemos seguir adelante, si sabemos proteger lo más frágil con lo más firme que tenemos: una fe inquebrantable, un corazón decidido y una mente que no se deja vencer por el miedo.

RECUERDA:

En la vida, no se trata de no caer, sino de cómo te levantas. Y a veces, basta con tener un buen parche… para seguir saltando como una estrellita. O como Santi.




 

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