MI PROPIO VIACRUCIS


Mi viacrucis Invisible

El micrófono estaba encendido. La luz roja en cabina parpadeaba como una alarma silenciosa. Mi voz, entusiasta y vibrante, llenaba el aire con música, chistes y mensajes positivos. Era viernes por la mañana, viernes santo, un día en el que todo el mundo hablaba de sacrificio… pero pocos sabían que yo también estaba viviendo el mío.

—¡Bienvenidos, familia! ¡Estás en la mejor sintonía, la mejor radio! —dije con esa energía que ya era parte de mi personaje, esa versión de mí que todos conocían: el tipo alegre, el que siempre tiene algo que decir, el que nunca se cae.

Nadie sabía que, al apagar el micrófono, mis manos temblaban.

Ese año, mi vida personal se había derrumbado como una casa sin cimientos. El divorcio fue como una bomba silenciosa que explotó desde adentro. Y como si no fuera suficiente, el diagnóstico de autismo de mi hijo, Mateo, me cayó como una avalancha de preguntas sin respuestas. ¿Cómo ayudarlo? ¿Cómo ser suficiente para él si yo mismo me sentía vacío?

Recuerdo una tarde en particular. Salí de la cabina luego de terminar un programa que había arrancado carcajadas y mensajes emotivos. Crucé la calle, me senté en una banca frente a un parque y lloré como no lloraba desde niño. Me escondí tras unos lentes oscuros, pero no podía esconderme de mí mismo.

—¿Qué estoy haciendo? —me dije, apretando el vaso de café tan fuerte que casi lo rompo—. ¿De qué sirve hablarle a miles si no puedo hablar conmigo?

Durante mucho tiempo, mi vida fue eso: un viacrucis. Cada día, me despertaba con la ayuda de un litro de café, trabajaba y salía al aire gracias a Red Bulla y para cerrar pastillas para dormir, al siguiente día de nuevo la rutina. Me deslizaba por las mañanas como un actor en escena. Sonrisa bien puesta, voz potente, ánimo inflado a fuerza de costumbre. Y luego, al caer la noche, el silencio me devoraba.

Tan loco andaba que un día, me acerqué a un grupo de Testigos de Jehová. Estaban ahí, como siempre, en la esquina de la avenida. No los conocía. No compartíamos doctrina, ni sabía en qué creen o porque rayos no toman café, pero ese día no importaba.

—¿Pueden orar por mí? —les dije con una voz rota que apenas reconocí como mía.

No fue la oración en sí lo que me salvó. Fue el simple hecho de haberlo dicho en voz alta. De haber confesado que ya no podía solo.

Y aún así, seguí. Seguí por mis hijos. Por mí. Por esa fe que, aunque débil, seguía latiendo.

Recuerdo a un amigo. Cesar, era como mi escudero en ese desierto emocional. Siempre me escuchaba, aunque no siempre supiera qué decir. No necesitaba sermones. Solo necesitaba ser escuchado. Él lo entendió. Que Dios lo tenga en su gloria. Fue uno de los pocos que vio mi cruz sin disfraz.

Y ese es el detalle. Todos conocían al chico de la radio, pero nadie conocía al hombre del silencio. Todos aplaudían al comunicador encendido, pero pocos sabían del padre que se sentía apagado. Y es que muchas veces, las personas que más hacen reír son las que más han llorado.

Un día, en uno de mis tantos momentos de desvelo, abrí la Biblia. Me encontré con ese versículo que dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día, y sígame.” Y por primera vez entendí que no era solo una metáfora bonita. Era literal. Yo estaba cargando la mía. Paso a paso. Día a día. Con lágrimas, sí. Con miedo, también. Pero caminando.

Hoy, al mirar atrás, no puedo decir que todo pasó rápido o sin dolor. No. Fue lento. Fue oscuro. Pero también fue sagrado. Porque en ese viacrucis personal, descubrí una fe más profunda, un amor más real por mis hijos y una fuerza que no sabía que tenía.

Cualquiera puede cargar una cruz si cree que hay algo más allá del Calvario. La vida nos pone pruebas que parecen imposibles, pero no estás solo. Aun en tus momentos más silenciosos, más tristes, más rotos… hay una voz que te llama a seguir. Y si te caes, levántate. No porque el camino sea fácil, sino porque vale la pena. Porque al final, cuando mires atrás, verás que cada paso dolido fue parte de tu preparación para algo mejor.

Tú, que estás leyendo esto, tal vez hoy estés cargando la cruz más pesada de tu vida. Tal vez nadie lo note. Tal vez tú tampoco entiendes por qué. Pero créeme: sigue caminando. Paso a paso. No estás solo. Y un día, mirarás atrás… y todo tendrá sentido.


Comentarios

Entradas populares