UN ANGEL QUE ME CUIDA MUCHO
Hola, amigos. Hoy quiero hablarles de esos ángeles que Dios envía a la Tierra para ayudarnos a cumplir nuestro propósito. No hablo de seres con alas ni túnicas blancas, sino de personas comunes que aparecen en nuestra vida en los momentos más necesarios. A veces son nuestros padres, abuelos, hermanos, amigos… Otras veces, vienen disfrazados de desconocidos que, con un gesto, una palabra o una acción, nos cambian la vida.
En mi caso, ese ángel llegó vestido de tía abuela. Se llamaba Hortensia, como la flor. Y al igual que las hortensias, tenía una belleza única, aunque no solo por su apariencia, sino por el amor y la bondad que transmitía.
Hortensia nunca tuvo hijos. La vida, por alguna razón, le negó esa experiencia, pero en su corazón siempre hubo espacio para criar, cuidar y amar. Me hablaba mucho de su esposo, Felipe, un hombre noble que partió demasiado pronto. Me contaba que tenía una sastrería en el jirón Conde de Superunda y que era conocido por sus ternos impecables. Pero lo que más admiraba de él no era su habilidad con la aguja y el hilo, sino su generosidad. "Felipe ayudó a muchos de nuestros sobrinos", me decía. "Les dio casa, comida… los trató como hijos".
Quizá por eso ella también decidió abrir su corazón de esa manera. Porque así era la tía Hortensia: entregada, protectora y, sobre todo, incondicional.
Desde pequeño, me llevaba a todas partes. Tenía dos lugares favoritos a los que siempre íbamos. Uno de ellos era la vieja iglesia Maranatha, en la cuadra 3 de la avenida Brasil. Aquel lugar, con sus pasillos interminables y escaleras de madera crujiente, era para mí un mundo de aventuras. Me encantaba corretear por ahí, aunque siempre con la precaución de no ser descubierto por el conserje, que si me veía, me agarraba de la oreja y me recordaba que "en la casa de Dios no se corre".
El otro lugar al que me llevaba con frecuencia era el local del Partido Aprista en Magdalena. Hortensia era aprista de siempre. En aquel local había un pequeño cafetín, y creo que ahí nació mi amor por el café. Desde niño, ella me daba pequeñas tazas, apenas un sorbo, pero suficientes para que ese aroma se quedara grabado en mi memoria para siempre.
Pero no todo era iglesias y política. También me llevaba a la playa. Recuerdo esos viajes en los viejos buses Ikarus, que recorrían la Vía Expresa hasta llegar a Agua Dulce. Hoy esa playa está más ordenada, más limpia, pero en aquel entonces tenía un encanto especial, una mezcla de caos y alegría, de niños corriendo y familias con canastas de comida.
También me llevaba al zoológico. En ese tiempo, donde hoy está el Parque de las Aguas, existía el Parque de la Reserva, un lugar con un pequeño zoológico. Había pececillos en estanques, y un aire de nostalgia en cada rincón. En esos paseos, Hortensia no solo era mi compañía; era mi refugio cuando la vida o las circunstancias me hacían sentir solo.
Cuando fui creciendo, nuestra relación no cambió. Al contrario, se fortaleció. Fue la primera persona a la que le confié mi sueño de trabajar en la radio. Tenía unos 16 años cuando le dije que me encantaría estudiar locución y entrar al mundo de los medios de comunicación. Sabía que económicamente no tenía muchas opciones, pero soñaba con ello.
Y aquí es donde la historia se vuelve aún más especial.
Un día, Hortensia me llamó y me dijo con una sonrisa:
—Mijo, me ha caído un dinerito de la APDAYC
La APDAYC le pagaba unas regalías por los derechos de autor de su esposo. Él, además de sastre, era compositor y había registrado sus obras en la Asociación de Autores y Compositores del Perú. Cada cierto tiempo, llegaba un pago inesperado, y esta vez, en lugar de guardarlo para sí misma, decidió invertirlo en mí.
—Vamos al centro —me dijo—. Vamos a buscar un instituto donde puedas aprender locución.
Fuimos juntos a un lugar en la avenida Colmena, cerca de la Plaza San Martín. Creo que se llamaba Instituto Internacional o algo así. Me inscribió, pagó la matrícula y me miró a los ojos con una certeza que hasta hoy resuena en mi interior:
—Yo creo en tus sueños. Sé que algún día vas a estar en la radio.
Ese fue uno de los días más significativos de mi vida. Era una tarde fría de agosto, Lima estaba envuelta en esa garúa constante que todo lo humedece, pero yo me sentía radiante. Después de la inscripción, me llevó a comer anticuchos en las afueras de la Iglesia de Las Nazarenas. Nos sentamos en un banquito, con ese humo impregnándonos la ropa y el corazón lleno de esperanza.
Años después, cuando logré mi primer trabajo en la radio, no pude evitar recordar esa escena.
Hortensia siempre creyó en mí. Siempre estuvo ahí cuando más la necesité. Pero hay algo que me pesa hasta el día de hoy: siento que no pude devolverle todo lo que ella hizo por mí cuando aún estaba con vida.
A veces me lamento por eso.
Tal vez debí visitarla más, llamarla más, abrazarla más. Tal vez debí recordarle en vida lo mucho que la amaba y lo importante que fue para mí. Pero aunque no pude hacerlo como hubiera querido, sé que ella lo sabía.
Porque, de vez en cuando, cuando la vida se pone difícil y la duda me invade, increíblemente Hortensia vuelve. Me visita en sueños, me sonríe y me dice:
—Confía. No tengas miedo, todo estará bien.
Y esas palabras son todo lo que necesito para seguir adelante.
Gracias, tía Hortensia. Espero que algún día pueda volver a abrazarte, allá en el cielo.
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