LO QUE EL AUTISMO ME ENSEÑÓ




Hola, gente, ¿cómo están? Hoy quiero hablarles de algo que, hasta cierto punto de mi vida, desconocía por completo. Y es que hay cosas que, por más que las escuches o las veas de lejos, no las entiendes de verdad hasta que te pasan.

Dicen que la empatía nace cuando el dolor tiene rostro, y es cierto. Uno puede sentir pena por los padres solteros, pero no lo comprende hasta que le toca criar hijos solo. Puede ver de lejos a alguien con una enfermedad difícil, pero no lo siente en carne propia hasta que es un amigo, un hermano o un hijo quien la padece. Y lo mismo pasa con el autismo.

A mí me tocó.

Mateo, mi hijo, tiene 16 años y es un chico increíble. Pero su camino no ha sido sencillo. Y no solo hablo de los retos que él ha enfrentado, sino también de los que enfrentamos quienes estamos a su alrededor, tratando de comprenderlo, de comunicarnos con él, de estar a la altura del amor tan puro que tiene para dar.

Mateo habló recién a los cuatro años. Mientras otros padres celebraban las primeras palabras de sus hijos, los veían jugar en grupo o los llevaban a sus primeras fiestas de cumpleaños, nosotros estábamos en terapias. Terapia de lenguaje, ocupacional, sesiones para ayudarlo a desenvolverse en un mundo que no siempre está diseñado para él. Fueron años de aprendizaje, de prueba y error, de soltar la idea de que las cosas “deberían ser” de cierta manera y aceptar que su camino tenía su propio ritmo.

Cuando entró al colegio, al principio todo iba bien. En los primeros años, los profesores suelen estar más atentos, hay más cuidado, más paciencia. Pero a medida que crecía, la cosa se fue complicando. Tercer, cuarto, quinto grado… Ahí es donde empiezas a notar que no encaja del todo. Que le cuesta socializar, que su forma de aprender es diferente, que algunos profesores no saben cómo ayudarlo y que otros, simplemente, no quieren intentarlo.

Cuando te dicen que tu hijo tiene autismo, pasas por varias etapas. Primero, la negación. "No, debe ser otra cosa, yo también fui un niño callado, seguro con el tiempo se le pasa". Luego viene la aceptación, el entender que no es algo que se “cura” ni algo que “se le va a pasar”. Y después, el aprendizaje. Porque sí, el que más tiene que aprender aquí no es él, somos nosotros.

Recuerdo muchas cosas de esos años, pero hay un episodio que me marcó.

Noelia, mi esposa, siempre ha sido de generar recuerdos lindos, de celebrar. Y un día decidió organizarle un cumpleaños a Mateo e invitar a todos sus compañeros de clase. Lo preparamos con mucha ilusión. Globos, comida, juegos… Pero las horas pasaban y nadie llegaba. Nadie.


Mateo no dijo nada. Siempre ha sido un chico alegre, tranquilo, de los que no se quejan. Pero sus ojos… Los ojos no mienten. Y en ese momento supe que, aunque no lo dijera, estaba sintiendo ese vacío.

Creo que fue uno de los momentos más duros que le tocó vivir. Y de los que más me dolieron a mí.

A lo largo de los años, cambiamos de colegio varias veces. A veces porque no encajaba, otras porque, de la nada, nos decían que ya no había vacante para él. Muchas puertas cerradas, muchos “nos equivocamos, ya no hay cupo”, muchas veces sintiendo que no lo querían ahí. Y yo, haciendo el trabajo de reforzarle cada día que sí era amado, que sí era importante, que el problema no era él, sino el mundo que todavía no sabe cómo recibir a personas como él.

Pero también hubo luz en el camino. Hace poco, gracias a la recomendación de un buen amigo, encontramos un colegio donde realmente lo han entendido. Donde no tiene que luchar tanto para encajar. Y eso ha sido un alivio enorme.

Siempre me pregunté por qué Dios me dio esta misión. ¿Por qué a mí? Pero con el tiempo entendí que el amor de Mateo es un regalo. Es un amor puro, sincero, inocente. Es el tipo de amor que te enseña a ver el mundo de otra manera.

A veces uno quisiera poner a sus hijos en una burbuja para que nada los lastime. Pero Mateo, como todos, tendrá su propio camino. En algún momento se enamorará, con su forma de amar, y seguramente le romperán el corazón. Algún día será adulto, tendrá un trabajo, luchará por sus sueños. Quiere ser veterinario y tiene claro que la única forma de lograrlo es estudiando y esforzándose. Y ahí estaré yo, apoyándolo en cada paso.

Muchas veces la gente piensa que tener un hijo autista significa enseñarle a vivir en este mundo. Pero la verdad es que son ellos quienes nos enseñan a vivir.

Mateo me enseñó que la vida no se trata de encajar, sino de encontrar quienes realmente te ven y te valoran. Me enseñó que el amor no necesita palabras. Me enseñó que la verdadera fortaleza es la perseverancia.

Y por eso, si hoy alguien me preguntara si cambiaría algo de él, la respuesta es no. Porque él no necesita cambiar. Es el mundo el que tiene que aprender a verlo como lo que es: un alma hermosa, con un corazón gigante, que tiene tanto para dar.

Y yo, simplemente, tengo la suerte de ser su papá.


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