ALANIS MORISSETTE SALVÓ MI VIDA

 




En mi habitación, mientras escribo esto, resuena la voz inconfundible de Alanis Morissette. Su música me transporta a un momento decisivo en mi vida, un episodio que marcó mi juventud y me enseñó una valiosa lección sobre los pequeños regalos que nos ofrece la vida. Para entenderlo, debo llevarlos al año 1995 o 1996, no recuerdo con exactitud. Sí recuerdo el mes: octubre.

Habían pasado más de tres meses desde que llegué a la isla San Lorenzo para mi adoctrinamiento militar. Como ya les conté antes, decidí enlistarme en la Marina en busca de un propósito y estabilidad en mi vida. Crecí trabajando desde los 14 años, pasando por momentos de hambre, frío y días de incertidumbre económica. Por eso, encontrarme en la isla, con una cama caliente, tres comidas al día y una rutina establecida, era, en muchos sentidos, un alivio.

Sin embargo, el primer mes fue un verdadero infierno. Los instructores, oficiales y compañeros más antiguos nos trataban como basura, como carne fresca que debía ser curtida por el rigor militar. Nos daban sandalias, un short azul y un polo con una ancla en el pecho como uniforme. Así, descalzos de espíritu y con cuerpos que apenas soportaban el entrenamiento, comenzamos nuestra transformación.

Las madrugadas eran crueles. A las 5 de la mañana, al sonido de la trompeta, corríamos 10 kilómetros con tobillos que parecían partirse a cada paso. Las duchas heladas eran tan breves como una ráfaga de viento y nuestras ropas interiores, marcadas con nombres para evitar confusiones, eran lavadas a mano en las pocas horas de descanso. El día transcurría entre formaciones, ejercicios, clases técnicas y marchas interminables, mientras la rutina se clavaba en nosotros como una disciplina que apenas podíamos entender.

Todo en la isla era controlado: los horarios, los alimentos, el movimiento. Hasta la música, o más bien, su ausencia. Durante esos meses, no escuché ni una nota que no fuera el trompetazo marcial o el ritmo monótono de tambores. La música, ese refugio que siempre me acompañó, parecía haber desaparecido del mundo. Y con ella, una parte de mí.

Una mañana de domingo, todo cambió. Había terminado el desayuno y me asignaron limpiar el área cercana al dormitorio de los oficiales. Era un día especialmente tranquilo, el aire salado del mar apenas se movía, y la isla parecía suspendida en un raro estado de calma. Mientras barría el suelo polvoriento, algo captó mi atención: una melodía suave, casi imperceptible, que llegaba desde algún rincón cercano.

Me detuve, agudicé el oído y, entre los ecos de la brisa, reconocí las primeras notas de Hand in My Pocket de Alanis Morissette. Mi corazón dio un vuelco. La música parecía venir de una pequeña radio dentro de una habitación. Sin pensarlo, seguí el sonido, dejando la escoba a un lado. Me acerqué a una ventana y, desde la vereda, escuché.

La voz de Alanis era un bálsamo, una caricia inesperada después de semanas de gritos, órdenes y rutina. Me senté en esa vereda, casi en trance, mientras el oficial de turno reproducía una cinta con los éxitos de Alanis. Sonaron Thank U, Ironic y otras canciones que me llenaron el alma. Esos diez minutos fueron un regalo. En ese momento, el peso de las marchas, los castigos y las noches heladas desapareció. Me sentí vivo, conectado a algo que trascendía la dureza de la isla.

Desde entonces, cada vez que escucho a Alanis Morissette, regreso a ese instante. Me acuerdo del suelo frío de la vereda, del olor salino en el aire y de cómo, en un entorno tan rígido, la música me devolvió la humanidad.

La reflexión

A veces, la vida nos entrena para buscar grandeza en logros monumentales, en metas que parecen inalcanzables. Pero hay momentos, pequeños e inesperados, que nos enseñan que la felicidad no siempre llega envuelta en grandiosidad. Aquel día aprendí que los regalos más grandes suelen ser los más simples: una canción que rompe el silencio, un amanecer que calma el alma, un abrazo inesperado o la risa de un ser querido.

Esos instantes tienen el poder de recordarnos que la vida, incluso en su forma más austera, está llena de belleza. Solo necesitamos detenernos, escuchar, y dejarnos envolver por su magia. Tal vez, como en mi caso, ese regalo llegue cuando menos lo esperas, en medio de un mar de disciplina y cansancio. Y será precisamente ahí, en lo simple, donde encontrarás algo extraordinario.




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