VIAJE DE NOCHE BUENA EN BUS


La Navidad siempre ha sido para mí un tiempo de magia, de encuentros y, sobre todo, de recuerdos imborrables. Esa magia tenía un nombre, y ese nombre eran mis padres. Ellos, con dedicación y amor, transformaban cada diciembre en una experiencia única que aún resuena en mi corazón.

Cuando era niño, las fiestas empezaban incluso antes de la Navidad. Recuerdo cómo, al terminar los exámenes finales en la primera semana de diciembre, las vacaciones escolares marcaban el inicio de una temporada mágica. Para mí, esa magia no provenía de los regalos o de las luces, sino de las pequeñas tradiciones familiares que parecían iluminar cada rincón de mi vida.


El Hogar del Abuelo Raúl

Una vez terminadas las clases, la familia entera se trasladaba a la casa de mi abuelo Raúl, a quien cariñosamente llamábamos “papá Raúl”. Era una casa sencilla, pero llena de calidez. Allí pasábamos días completos hasta la Nochebuena. Ese hogar se convertía en el epicentro de nuestra Navidad.

Las primeras tareas eran decorar la casa y armar el nacimiento. Recuerdo cómo mi tía Mavila lideraba esta misión, mientras yo la ayudaba a colocar las figuras en su lugar: el pesebre, los pastorcitos, los Reyes Magos. Otra cosa que amaba era hacer adornos de papel metálico, dorado y plateado. Juntos recortábamos estrellas y guirnaldas que luego colgábamos del árbol de Navidad o las paredes.

El aroma de la casa era algo inconfundible. Siempre olía a cera roja, esa que se usaba para pulir el piso. Era un olor que, hasta el día de hoy, asocio con diciembre. Cada rincón estaba impecablemente limpio y ordenado, como si mi abuelo preparara su hogar para recibir algo más que a la familia: quizás la misma esencia de la Navidad.

En las tardes, mi abuelo me invitaba a dar un paseo. Íbamos juntos a comprar pan tolete para el lonche. Me encantaba caminar de su mano por las calles del Callao, eligiendo los panes más frescos. Al regresar, nos sentábamos todos alrededor de la mesa con tazas de té y margarina. Esos momentos, aunque simples, están grabados en mi memoria como auténticos tesoros.

El 24 de Diciembre

La víspera de Navidad era el clímax de toda esta experiencia. Desde temprano, la casa se llenaba de ruido: el sonido de villancicos, las risas de mis primos, el chisporroteo de cuetecillos en la calle. Todos estábamos ansiosos por la llegada de la noche.

Después del almuerzo, mi abuelo insistía en que todos descansáramos un poco, porque la noche sería larga. Alrededor de las 7:00 p.m., empezaba la transformación: cada uno se bañaba, se ponía su mejor ropa y se preparaba para recibir la Navidad. En la mesa, había panetón, chocolate caliente y un ambiente de camaradería que parecía envolvernos a todos.

Pero la noche no terminaba ahí. Después de celebrar en la casa del abuelo Raúl, iniciábamos un viaje que aún hoy recuerdo con nostalgia: la ruta hacia la casa de mi abuelo Daniel, en Zárate.

La Ruta Mágica

La travesía desde el Callao hasta San Juan de Lurigancho era toda una aventura. Lo hacíamos en micro, porque en esos años las finanzas eran ajustadas. A pesar de eso, el viaje no tenía precio, porque en cada kilómetro había algo mágico por descubrir.

Recuerdo el recorrido como si fuera ayer: el micro avanzaba por la avenida Faucett, luego la avenida Perú, atravesábamos Caquetá, la Plaza Unión, Tacna, y finalmente llegábamos a la avenida Próceres, en Zárate. Era un trayecto de casi dos horas, pero para mí, cada minuto era emocionante.

Mientras el micro avanzaba, observaba las calles llenas de luces y adornos. Las casas brillaban con decoraciones que reflejaban la ilusión de cada familia. Veía a niños corriendo, lanzando chispitas mariposa, y a vecinos compartiendo en la calle. Esa visión de unión y alegría, aunque efímera, me llenaba de esperanza.

Al llegar a Zárate, nos recibía otra casa llena de amor. La familia del abuelo Daniel tenía su propia manera de celebrar, con un estilo diferente, pero igual de cálido. Allí nos reuníamos todos, abrazándonos y riendo, como si no existieran problemas ni distancias que pudieran separarnos.


Reflexión y Nostalgia

Hoy, muchos de esos seres queridos ya no están. Mis abuelos, tíos, algunos primos... han partido, dejando vacíos en las reuniones familiares. Sin embargo, sus enseñanzas, sus risas y su amor siguen vivos en mi corazón.

La Navidad, para mí, ha cambiado. Ya no soy el niño que espera la magia de sus padres o abuelos. Ahora me toca a mí ser el creador de esos momentos para mis hijos, para que ellos también puedan recordar estas fiestas con la misma alegría con la que yo las viví.
La Navidad no es solo una fecha, es un tiempo de reflexión, de perdón y reconciliación. Es un momento para recordar que, a pesar de las ausencias, el amor que compartimos sigue siendo el regalo más grande que podemos dar y recibir.

A todos los que lean esto, les dejo esta reflexión: celebren la Navidad con amor, con gratitud y con el deseo de mantener vivas las tradiciones que nos unen. La magia no está en los regalos o las decoraciones, sino en los momentos que compartimos y en el amor que ponemos en cada detalle.

Nos vemos en el camino, donde las historias y los recuerdos siguen iluminando nuestras vidas, como las luces de aquel viaje que siempre llevaré en mi corazón.


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