TE VEO EN EL CIELO QUERIDO AMIGO


Recordando a César: mi mejor amigo.

Es difícil encontrar las palabras adecuadas cuando hablo de alguien que impactó mi vida tan profundamente. 

Yo tenía 19 años cuando conocí a César Mantilla, un joven productor audiovisual lleno de sueños y una energía arrolladora. Desde el primer momento me sorprendió su parecido con Jaime Bayly, con esos lentes característicos y su imponente altura. Pero lo que más resaltaba en él no era su físico, sino algo en su mirada y en su forma de ser, que te decía que César era auténtico, alguien que aparece pocas veces en la vida.

César y yo veníamos de mundos muy distintos. Él parecía haber crecido en un entorno acomodado, mientras que yo provenía de un hogar humilde en San Juan de Lurigancho, en una casa levantada con esfuerzo, entre ladrillos, eternit y pisos de tierra. 


Mis primeros años fueron duros, pero César nunca dejó que esas diferencias nos separaran. Desde el inicio me trató como a un igual, y eso, para un chico con pocos recursos y muchos sueños, significó el mundo.

Nos conocimos en una iglesia, donde él ya dirigía las cámaras y la producción audiovisual. A su corta edad, había terminado la carrera y vivía de su pasión, algo que yo solo podía soñar. A pesar de su porte y su elegancia, César no tenía aires de superioridad. No le importaban las apariencias, los títulos ni el dinero; él veía más allá y me trataba como a un hermano. Abrió mis ojos a un mundo de posibilidades, me brindó confianza y, lo más importante, una amistad sincera.


Con el tiempo, nuestra amistad se fortaleció. Pasábamos horas en su casa, donde tenía una vieja computadora Pentium 1, que aprovechábamos al máximo. Grabábamos voces, hacíamos programas y creamos lo que, en retrospectiva, podría ser uno de los primeros “podcasts” que existieron: La Hora Babosa. Nos divertíamos hablando de nuestras vidas, inventando apodos y contando nuestras aventuras. Fue él quien me enseñó a usar una computadora y quien me mostró un mundo al que apenas estaba asomándome.

Uno de mis recuerdos favoritos es la noche del 31 de diciembre de 1999. Decidimos celebrar juntos “el fin del mundo” y la llegada del nuevo milenio. Entre teorías sobre el colapso de las computadoras, César puso música de Oasis y Stone Temple Pilots. Entre canciones, risas y partidas de PlayStation, dimos la bienvenida al año 2000. Hicimos una cuenta regresiva y nos abrazamos, riéndonos de las historias apocalípticas. Fue una noche de amistad pura, de abrazos y de risas interminables, una de esas noches que nunca se olvidan.

Con los años, pasé muchas noches en su casa en Jesús María. Para mí, ir a su casa era como visitar un santuario, un lugar donde podía ser yo mismo. César siempre me recibía con los brazos abiertos, sin importar que mi casa en San Juan de Lurigancho fuera sencilla; incluso me visitaba y compartía con mi familia, siempre mostrando respeto y calidez. Era una amistad genuina, sin expectativas ni condiciones, de esas que duran toda la vida.

Recuerdo especialmente cuando, tras mi divorcio, César estuvo a mi lado para recordarme que la vida seguía. Una noche me dijo: “Vamos a un concierto, necesitas despejarte”, y terminamos en un evento de rock. Esa noche, entre música, empujones y polvo, me ayudó a liberar toda la tristeza y el estrés acumulado. Siempre tenía una cámara en la mano, capturando esos momentos que ahora son recuerdos preciosos.


César no solo estuvo presente para mí, sino también para mi familia. Una Navidad, grabó un video en el que mi hermana actuaba como un ángel en una obra navideña. Lo hizo con tanto cariño y dedicación, como si fuera parte de su propia familia. Así era César, alguien que estaba presente cuando más se le necesitaba, sin esperar nada a cambio.

Con los años, su perro Valentino se convirtió en su compañero inseparable. A su lado, César compartía momentos de alegría, soledad y reflexión. La lealtad de Valentino reflejaba la que César tenía hacia sus amigos. En cada reunión o encuentro, César siempre dejaba una huella especial en todos nosotros.

Jamás olvidaré el día en que me llamó para decirme que estaba enfermo. Esa noticia fue como un balde de agua fría. Aún hoy me cuesta entender por qué alguien tan generoso y lleno de vida tuvo que enfrentar algo tan cruel. Pero si algo me enseñó César es que el amor y la bondad prevalecen, incluso en los momentos más oscuros.

Hoy, mientras César se prepara para partir, siento que su legado de amistad, amor y bondad permanecerá con nosotros. Me gusta imaginar que, en algún lugar, se reencontrará con los seres queridos que se fueron antes y estará rodeado de la misma paz y amor que él nos brindó.

Aunque no hay palabras suficientes para describir el dolor que siento, sé que César vivirá en nuestros corazones. Su esencia está en cada sonrisa que compartimos, en cada recuerdo que atesoramos y en cada lección que nos dejó. Mientras lo recordemos con cariño, él nunca morirá. Seguirá vivo en nosotros, siendo un ejemplo de amor incondicional y amistad verdadera.


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