EL REGALO PROMETIDO
Noviembre siempre ha sido un mes agitado, especialmente para quienes tenemos hijos. Es el preludio de la Navidad, lleno de planes, listas interminables y esos deseos que los pequeños depositan con ilusión en nosotros.
Recuerdo un noviembre en particular, cuando mi hijo Jairo tenía apenas dos años. En esos días, él soñaba con tener un juguete muy especial: unos pequeños dinosaurios bebés que, según recuerdo, se movían como si estuvieran vivos. Eran parte de una colección que se había vuelto muy popular, aunque hoy no logro recordar bien cómo se llamaban Kota & Pals o algo parecido. Lo que sí recuerdo claramente es la intensidad de su deseo y mi determinación de hacer realidad ese pequeño sueño.
Como siempre, yo ya había comenzado a planificar las compras navideñas desde octubre. En casa, nos asegurábamos de tener todo listo: las paredes recién pintadas, los adornos navideños preparados, la ropa de fiesta comprada con antelación, y claro, los regalos para los niños. Sabía, por experiencia, que los juguetes populares se agotarían y sus precios subirían conforme avanzara el mes.
Pero ese año, las cosas no fueron tan sencillas. Por más que busqué en supermercados, tiendas por departamentos, el Mercado Central y hasta los sótanos llenos de juguetes en el Jirón de la Unión, no había rastro de los dichosos dinosaurios. Las opciones de compra en línea, que hoy nos facilitan la vida, eran prácticamente inexistentes en esos años. Cada tienda que visitaba me daba la misma respuesta: agotados.
A eso se sumaba otro desafío: no tenía el dinero suficiente para comprarlos en el momento. Así que comencé a ahorrar poco a poco. Pero para cuando por fin junté el dinero, el juguete parecía más inalcanzable que nunca. La frustración me acompañó durante semanas. Hasta que, en un día casi de casualidad, bajé al sótano de una tienda en el Centro de Lima y ahí estaba: el último dinosaurio bebé, esperando por mí. No dudé ni un segundo. Lo compré con tanta alegría que parecía un niño más en esa tienda.
Recuerdo claramente cómo me sentí al salir de ahí. No era solo el alivio de haber cumplido con mi tarea; era imaginar el rostro de Jairo al abrir su regalo. Esa sonrisa que iluminaría su cara era todo lo que necesitaba para justificar cada esfuerzo, cada moneda ahorrada y cada hora de búsqueda.
El corazón de un padre
Como padres, vivimos alegrías profundas cuando vemos felices a nuestros hijos. Es una emoción que pocas personas comprenden. En un mundo lleno de envidias y egoísmos, el amor de un padre o una madre es único. No se trata de competir, sino de dar sin esperar nada a cambio, solo por el gozo de verlos sonreír.
Hay una película que siempre me recuerda esta experiencia: El regalo prometido, con Arnold Schwarzenegger. En ella, un padre hace hasta lo imposible por conseguir el juguete que su hijo desea. Y aunque es una comedia, refleja una gran verdad: los padres estamos dispuestos a todo por la felicidad de nuestros hijos.
Esto me lleva a una reflexión más profunda: ¿qué estás dispuesto a hacer por tus hijos?
No me refiero únicamente a comprarles cosas. Muchas veces, lo que más necesitan no se encuentra en una tienda. Ellos necesitan nuestra presencia, nuestra salud, nuestra energía. Necesitan que estemos bien, tanto física como emocionalmente. El mejor regalo que podemos darles es una vida saludable y plena, porque mientras nosotros estemos aquí, siempre tendrán un refugio, un apoyo, un ejemplo.
Por eso, amigo o amiga que me escuchas o lees, te invito a reflexionar. ¿Estamos cuidándonos lo suficiente para estar presentes en sus vidas? ¿Estamos siendo conscientes de la importancia de durar en esta tierra para ellos? Porque aunque crezcan, aunque formen sus propias familias, siempre nos necesitarán.
Una llamada a la acción
Hoy, quiero pedirte que hagas un compromiso contigo mismo. Cambia lo que necesites cambiar. Mejora tu alimentación, haz ejercicio, deja atrás esos hábitos que dañan tu salud. Vive por ti, pero también por ellos, porque nuestros hijos merecen padres que estén aquí para acompañarlos en cada etapa de sus vidas.
Yo lo sé porque he tenido que despedirme de amigos muy queridos demasiado pronto. Es un dolor que no quiero que ellos sufran conmigo. Porque, al final, nuestros hijos, sin importar su edad, siempre serán nuestros pequeños. Y nosotros, mientras estemos aquí, seguiremos luchando para regalarles no solo momentos felices, sino también una vida llena de amor y aprendizaje.
Soy Daniel Echegaray, y te acompaño en este camino.
Comentarios
Publicar un comentario